Una mañana cualquiera desperté, a diferencia de otros días, me sentí lista dos segundos después de apenas haber mirado la tímida luz que entraba por aquella ventana, cómo le cuesta trabajo filtrarse a través de aquellas cortinas azules oscuras.
Lo mejor para comenzar el día es una ducha caliente, pensé. Así que tomé la bata y caminé hacia el baño que se encontraba a diez pasos, es lo bueno de los pequeños departamentos, nada está a más de diez pasos.
Ese día noté aquel espejo detrás de la puerta que nunca se había hecho notar, quizá porque no había yo encontrado nada interesante que pudiera ofrecerme, sino apresurados referentes para colocar el labial antes de salir corriendo por las mañanas. Ahí estaba yo frente a él, con una mirada profunda y misteriosa, como si tuviera algún plan desde hace mucho tiempo y estuviera a punto de llevarse a cabo.
Ahí también junto conmigo, estaba mi cuerpo y mis ganas. Bah, pero que tonterías, me dije a misma. Yo no tenía ningún plan maestro, mi vida era cotidiana, era una mujer que gustaba de seguir su agenda, trabajar hasta tarde, respetar lo que llaman las buenas costumbres; buena compañera, amiga, novia e hija; tierna, amorosa y apacible, como lo marca el manual.
Pero aquella imagen semidesnuda decía mucho más que las buenas costumbres; era yo misma, con impulsos y deseos, aquellos que solo aparecen dosificados una vez a la semana, y que ahora juntos sabía que estaban insinuando algo. En ese momento noté que el cuarto empezaba a llenarse de vapor, así que pensé que era hora de que el agua diluyera aquellas ideas que empezaban a convencerme.
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